domingo, 26 de marzo de 2017

¿Cómo nos va en estos días?



(Pequeño pogo desatado por Leandro Barttolotta, Ignacio Gago, Gonzalo Sarrais Alier, Andrés Fuentes, Analía Conca, Ezequiel Castro).

Volver de las grandes ranchadas es siempre insoportable. Y lo es porque el cuerpo de la resaca no se reconoce del todo –no puede hacerse cargo– de su versión desbordada y colectiva. En la vuelta convive el recuerdo de las intensidades desatadas con el impacto por el retorno a la sociabilidad cotidiana y la nostalgia por un mundo que ya empieza a ser pasado (aunque su sombra siga haciéndonos bailar).

Luego de cada recital del Indio –una saga que acompañó las mutaciones sensibles y económicas de la lejana década ganada– nos preguntamos cómo hacer para derramar esas intensidades en nuestra vida cotidiana, cómo –y si es posible– traducir lo que pasa ahí, ahí donde nos asaltan las inquietudes sobre la potencia de nuestros cuerpos cuando están juntos, donde nos contamos una historia común que ya es memoria y legado. Años de educación sensible roquera sobre nuestros cuerpos muestran que movidas como estas son nuestras fugas, pero también momentos de intensidad, momentos y lugares donde “somos más nosotros que nunca”.

Pero esta vez la nausea se envenenó y jugó en el terreno de las pasiones tristes; se conectó con lo peor de Nosotros mismos mostrando que somos portadores de fuerzas sociales reactivas que creíamos lejanas y externas. La nausea envenenada mostró una compulsiva apelación al securitismo (“Estoy bien. Estoy vivo”… sí, por la circulación de la sangre y la respiración podemos aseverar que vivís, ¿pero estar vivo no es otra cosa?, al menos eso nos enseñó Patricio Rey) y a la mala conciencia: inmediatamente luego de las noticias de las muertes se escucharon en muchos amigos y amigas críticas a “la organización” del recital, impugnación de la fiesta desmesurada que hace horas habíamos protagonizado, culpa por habernos ido al carajo y por no poder soportar esas intensidades conquistadas –o rapiñadas– cuando toca regresar a casa. La fiesta que creamos entre todos los que venimos participando de las misas –y quienes arrancaron por primera vez– para perdernos en otra temporalidad, donde aparecen otros modo de estar juntos y donde se habilitaba otro modo de experimentar una precariedad que siempre tenemos de suelo… dejó paso a un sabor agrio, se tiñó de infantilización mercantil –de pedidos de efectividad empresarial o de demandas al estado–… No, amigos, estos son nuestros espacios; los pocos modos de habitar la ciudad donde se habilitan cuidados entre nosotros no los podemos envenenar con falsas imágenes securitistas. ¿Por qué ese cuidado no se pide en los laburos, en nuestros viajes, para adentro de nuestras casas?

Leer Olavarria desde el plano de la seguridad es tener muy adentro la derechización vital –ese recoveco donde anida el macrismo–; es bajar la puerta a las pocas experiencias donde el riesgo de vivir en precariedad puede no ser pasado por el eje control-cuidado-engorrarse, sino por la posibilidad de desatar nuestras creaciones generacionales. Si allá –como en cada viaje y en cada fiesta– fuimos nuestra mejor versión, acá y desde una posición fija arrugamos. Las mismas intensidades con las que nos armamos una vida se impugnan ante cualquier amague de peligro para esa misma Vida. Una gran parte de ese Nosotros mostró que las preguntas que salieron al aire en cada uno de los acontecimientos pasados no se soportan cuando regresamos solitos a la cotidianidad. Y ese desfasaje se envidenció en el contraste entre lo que vivimos y no supimos defender y las miradas que llegaban de “afuera” interpelándonos como si volviésemos de un campo de batalla.

El peligro es justamente quedar detenido en la elaboración de lo que pasó en Olavarría hecha por las fuerzas externas a la movida (las “mediáticas” pero también las que portamos dentro de Nosotros mismos, por esos hábitos y afectos tristes... fuerzas “externas” a nuestra sensibilidad más potente pero que nos toman). No pudimos gritar colectivamente lo único que había que decir: las alegrías más intensas fueron siempre para Nosotros huesos tironeados a la muerte y a los peligros, eso enseña la precariedad. Si hubiesemos podido colgar y bancar este enunciado podríamos pensar lo necesario: la tradición de muertes silenciadas en nuestro rock, la brutal indiferencia de nuestros pares, las secuencias feas que se vivieron en el microricoterismo.

Escenas de microricoterismo indiferente o dócil se vieron varias en Olavarría (micros y combis que dejaron tirados a pibes y pibas a la vuelta del recital: derrota de los que coordinaban los transportes y se cagaron en los pasajeros, pero más aún de la mayoría de pibes y pibas que vieron asientos vacíos a su alrededor y en su desesperación por volver –ay! más ganas de volver que de seguir rajando– o por profunda docilidad y temor, no saltaron para esperar a los cumpas... Indiferencia de los que no levantaban ni cuidaban al que se caía en el pogo, o los que puteaban al Indio pidiendo que el recital siga a pesar de los caídos...).

Pero la peor derrota –y traición al Nosotros– fue lorearla. Hablar y mostrar. Exponernos. En los trabajos, con las familias, en las redes sociales. Mostrar la gran fiesta clandestina y “explicarla”. ¿Qué le importa a tu vecina o a tu jefe un recital del Indio? ¿Porque traicionamos la omertá roquera? Esta vez no fueron solo las pantallas; fuimos Nosotros que hablamos de más. Las operaciones y lo mediático pasan si hay una sensibilidad que las acepta y no las rechaza profundamente. Nos sometieron a una gran prueba de reflejos y salimos jodidos. No nos merecemos los milagros que no podemos bancar.


Sean bienvenidos todos

Nuestras fiestas (los Redondos, el Indio, los “viejos” congresos de esquina del rock barrial) fueron siempre un dispositivo de hospedaje para los heridos y los damnificados. Nunca se le negó un pequeño afecto de reconocimiento –un escabio o una puteada, nunca nada desde la piedad– a los cachivaches de todo tipo, a los socialmente indeseables, a nadie… En Olavarría –como en cada fiesta– algo se habilitó, las fuerzas rapaces del Nosotros parecieron abrir las puertas de todas las cárceles y psiquiátricos (como si la multitud festiva permitiera ocultar y perderse en ella a todos los cuerpos “escondidos” en los márgenes de la sociedad), desfilaban todos los sonados cantando juntos, los locos y desamparados, los peligrosos y perseguidos por los vecinos y la policía, los rechazados por sus familias, los que sufren discapacidades físicas, los cuerpos y rostros deformes cantando y emborrachándose. Todos moviéndose sin que ninguna mirada los criminalice y los juzgue. Como dijimos en alguna vieja crónica, “acá hay hospitalidad espontánea para la marginalidad: económica, de modos de vida, ‘biológica’. Acá estamos todos. Régimen abierto: siempre pernoctó el que quiso”.

Pero el sean bienvenidos todos sin un Nosotros robusto se vuelve un peligro. Si por un lado permite armar un mundo, una experiencia colectiva que funciona de modo concreto (armando lazos, “comunidad”, logística, organizando el viaje, bancando la movida…) en su ambigüedad permite que ingresen también los que invitados desinteresadamente –y sin pagar peaje– terminan arruinando la fiesta, atentando contra su núcleo sensible. En el “entran todos” entraron también las fuerzas sociales que hirieron de muerte a ese dispositivo hospitalario (inexistente en cualquier movimiento social o político; ninguna sensibilidad pudo soportar las fuerzas de la multitud ricotera).

Entró el extractivismo (los caza-intesidades, que les cabe la previa, sacarse un par de selfis para decorar su plataforma virtual, pero que después te dejan tirado cuando pinta el peligro), y entraron los turistas ricoteros. Un entrar entonces que ya no es conquista: y lo que no cuesta no se defiende, ahora todos los recién llegados –o los veteranos recién agilados– se sienten descuidados y desorganizados. Y nada de lo que pasó en Olavarria es secundario de cara a la disputa política con el “macrismo”. Un testeo sensible de varios días evidenció cómo nos va por estos días. Y quedamos mal parados. Pero lejos de pensar de forma pesimista, lo que pasó tiene que servirnos para hacer un sinceramiento y saber realmente con qué cuerpos, sensibilidades y alianzas contamos (es muy gratuito boquear “Macri gato” y hablar de tomar la calle, del agite político o lo que sea…).


Prudente con los gatos

En Olavarría hubo infiltrados, pero también en los recitales anteriores. Los infiltrados son los turistas ricoteros. Un turista –a diferencia de un patético viajante– no puede hacerse cargo de sus propias condiciones en el viaje y en la fiesta. El turista va a consumir una experiencia y a que nada salga mal –el mal viaje se banca solo, el mal tour indigna y reclama un 0800–. Pero los infiltrados no son solo sujetos; son fuerzas sociales que se colaron en Nosotros. Entonces necesitamos que nos organicen la fiesta y nos garanticen seguridad.

Las fuerzas que se infiltran son hipócritas: quieren el exceso festivo (van a buscarlo, quieren registrarlo, quieren “vivirlo”, buscan adrenalina y anécdota para la próxima reunión con amigos, posteos para encarar la semana laboral y recordar las mini-vacaciones del fin de semana ricotero sumergidos en la vida mula), pero después no se la bancan. Porque en el fondo fueron movidos por alegrías tristes, quedando regalados para la operación mediática posterior. Las fuerzas infiltradas son difíciles de detectar: las portan clones de Nosotros mismos, son casi iguales, pero... Pero cuando se pudre salen corriendo.

Si esas fuerzas nos infiltran y nos operan desde “adentro” (lo de Olavarría tuvo mucho de auto-sabotaje), es porque una mayoría del Nosotros condensa en los recitales la gran intensidad del año –o de cada dos años– y antes o después vive la serie incuestionable del trabajo, el parejismo, la familia y los hijos, el auto en cuotas o los ladrillos para la habitación del fondo, y los quilombos cotidianos y la amargura por la vida que se queda en el molde. Se condensa todo en el recital y después queda la anécdota eterna en el asado o las selfies o la repetición infinita del videito mal grabado y colgado en youtube. Ir a ver al Indio no es, en ese continuum, curtir un modo de vida disidente y marginal. Las formas de vida se prueban y sostienen en la materialidad de todos los días (cómo te ganas el billete y dónde lo pones, a qué te endeudas, qué haces de tu tiempo, cómo son tus días y tus noches, en dónde invertís tus riesgos y tus seguridades, qué cosas no tolera tu sensibilidad, qué hacés con tus derrotas y con tus alegrías, cuándo rajás y de qué te cagás…).

Pero sí es cierto que estas fiestas son –¿eran?– una muestra a gran escala de la mejor versión de Nosotros mismos y un tesoro sensible siempre listo si en algún momento queremos desaconstumbrarnos de la tristeza que nos rodea. Nuestras fiestas también como plenarios íntimos para plantearnos las preguntas olvidadas y silenciadas por la sociedad, aquellas que tocan las fibras sensibles, aquellas que se elaboran al calor de los agites más recordados (donde la soledad y las derrotas se vuelven agitables y politizables). Y esta intervención como continuación de esos plenarios, invitación para continuar esas preguntas en momentos en donde la fiesta ricotera parece terminarse y las preguntas se vuelven más difíciles de pronunciar.


Nos quieren muertos

Luego de las conmovedoras palabras del Indio en el recital de Tandil empezamos a velar nuestras fiestas. Aún en medio del desborde alegre del viaje y la previa, era imposible olvidarse de la enfermedad del viejo. Pero ese final cercano parece haberse acelerado y de la peor manera. A lo largo de todos estos años fue común ver las réplicas de los recitales en la pantalla (678 musicalizado, duro de domar, programas de TN) pero si en esos casos se trataba de captura Política o de mera estetización, esta vez el manoseo en la pantalla vino desde peores lugares.

Pero una vez más, más acá de la criminalización mediática y la movilización total de odio sobre nuestros cuerpos, estuvo nuestro autoboicot. Un sabotaje no planificado contra Nosotros mismos, sumado a la indiferencia frente a lo que pasó (lo que también constituye un modo reactivo de habitarlo) y la impotencia de los miles de Nosotros que quisieron o quieren expresar otra perspectiva (pero cuyas voces no se oyeron en el atolladero de palabras y textos y testimonios de los días posteriores al recital).

Si en algo se asemejan Olavarría y Cromañon es en los odios posteriores que desataron. Nos quieren ver muertos. Quieren que nos salga muy caro haber rajado lejos de acá. Las fuerzas anti-todo hicieron máquina con nustro lado oscuro (aquel que se arrepiente en la vuelta, aquél que pide seguridad y se muestra disponible para ser “operado”). Una alianza negra entra esas fuerzas sociales que rechazan la fiesta (las mismas que en gran medida colocaron al Gato blanco en el palacio) y lo que somos cuando recuperamos la forma humana y no bancamos los recuerdos del agite.

Ahí nos cogío la normalidad y el securitismo y el juicio de la mala conciencia (“pero no andaban los celulares eh”, se queja el mismo que conquistó esa inmensa y necesaria desconexión...). Y ahí le hicimos el juego a la derecha afectiva y libidinal, nos mostramos también enfriados. Nos autosancionamos y no nos bancamos lo que teníamos que afirmar. En esta sensibilidad surfearon los que siempre nos van a esperar muertos. Los que experimentan el goce y el morbo cuando nos pueden buscar en una lista de hospital. 

Porque no se bancan lo que agitamos y sólo nos pueden alojar quietos. Una sensibilidad colectiva que hace años se viene moldeando, donde la muerte o el control son los modos de enfriamiento de cualquier imágen de intensidad que la puede poner en duda y desbaratar sus pequeños mundos. Y muchos de los que expresaron públicamente sus odios son los que se dicen de “izquierda” o “progres” o “militantes”, no nos olvidemos de los que nos odian, por favor (ahí está el que pone una foto de Spinetta con un cartel de apoyo a los docentes en la época de la carpa blanca y olvida que es el mismo que dijo que Cromañon es producto de “cerebros infraalimentados” y ahora repite la farsa y habla de “mala organización” y de la imprudencia de los que van a los recitales cuando se dice militante y no puede organizar y controlar un barrio, un aula o un espacio de trabajo o, peor, cuando habla de militancia juvenil… Son los mismos que permanentemente administran cuáles son las muertes políticas y cuáles no, si murió de sobredosis no garpa como muerto querido...).

Pocos parecen dispuestos a bancarse esas intensidades y agites, pocos parecen querer moverse para aliarse con fuerzas rapaces y marginales. Por eso nos quieren ver muertos. Es la única manera de alojarnos: como víctimas (porque esas mismas vidas en vida importan una mierda).

Olavarria dejo un registro de las sensibilidades y fuerzas con las que contamos. La derechización vital esparciéndose y haciendo combustión por toda la ciudad, como necesidad de congelar la fiesta y las fuerzas que pueden desbaratar los equilibrios diarios. Nadie dudaba de lo que dijeron los medios: porque lo mediático no es pescado podrido de un par de empresas, son las fuerzas que necesitan fijar las intensidades que nos recorren y leerlas bien lejanas a nuestra vida. Los medios surfean esas pasiones tristes, no las construye… sino a todos los cuerpos de roqueros o ex-roqueros no les hubiesen entrado tan ingenuamente las noticias.


Me acordaré toda la vida de vos

En la histórica conferencia de prensa del año 97´ el Indio saltó por Nosotros. Gafas negras, cigarrillo en mano, rodeado de la banda apunta al sótano oscuro de la sociedad y dispara. Ahora, veinte años después, nos toca a Nosotros salir a defenderlo. Dejarlo sólo sería traicionarnos de la peor manera. Lo dicho, “Indio fue el médium privilegiado de Patricio Rey; y gracias a ese encarnizamiento en el pelado tuvimos años de excusas de masas, años en donde la mejor versión de nosotros mismos se pudo mirar a la cara, años de más para pensarnos embriagados en acontecimientos multitudinarios. Esta fiesta, esta magnitud a escala no humana –hipódromos, autódromos– fue nuestra por invocación pero tuya, querido Indio, por ganas vitales de querer ‘todavía’ mover el culito arriba del escenario”.

Axioma trascendente II: Se sumerge a un redondito en agua; si el redondito no es brujo, se ahoga. Si no se ahoga queda probado que es brujo y es condenado a la hoguera y a renacer de las cenizas...”, disparaba Patricio Rey allá por 1986. Y algo de eso sigue insistiendo. Siempre hay alianzas posibles para inyectar de vitalidad el Nosotros y hacerlo perdurar en el tiempo, o hacerlo renacer. También llevamos las marcas de esos segundos nacimientos, la historia de las complicidades que dan aire y amplían el margen.

El ricoterismo –que son los redondos pero también las giras del Indio, que se llenaron de pibes que nunca habían visto a los redondos– específicamente sabe de complicidades y encuentros capaces de neutralizar la alianza oscura de las mayorías antifiesta y también, como se dijo, la alianza sutil entre esas fuerzas y partes de nosotros mismos. Sabe porque ese ricoterismo lleva tatuada –mal que les pese a muchos– la memoria sensible del aguante que supimos parir en los momentos más oscuros de nuestra generación.
Aguante que siempre fue para Nosotros invención en la precariedad –y allí el rock fue la gran alianza– y no solo testimonio de agites pasados o entradas de viejos recitales enmarcadas en el living adulto. Aguante nunca fue el nombre del saber de ex combatientes, sino la destreza –y todo el tesoro– de una generación condenada –y habilitada– para moverse en la precariedad.

Tesoro que se invoca en la complicidad entre los viejos cuerpos roqueros, los que se la siguen aguantando -los que seguimos afirmando nuestros berretines- y los hermanos menores, los pibitos y pibitas que se suman a la movida desde sus pliegues más intensos, aplicando mística y también autoorganización.

Desde este escenario actual, vuelve de aquella conferencia de Olavarria del 97 una reflexión del indio donde pedía que era hora de “recuperar el ánimo y reencontrarse con los afectos más íntimos”. Ese también puede ser el llamado de hoy: el reencuentro con los afectos alegres, con la vitalidad y el agite que siempre está a mano y al mismo tiempo siempre por inventarse, esta vez con coordenadas más cifradas, con nuevas clandestinidades por conquistar, y nuevos misterios, apostando siempre por el cuerpo a cuerpo y por esos pogos masivos que aún restan por bailar.


domingo, 12 de febrero de 2017

Mientras tanto.
Reflexiones sobre precariedad y política, a partir de la película “Libre albedrío” (Dir. Matthias Glasner, Alemania, 2006).





1.
La vi hace 15 días. Más o menos. Desde ese momento me deambula por el cuerpo. Va y viene. Pero no se va. Hablo de “Libre albedrio”: película alemana del 2006 que nos cuenta la historia de Theo  y Nattie.

Theo  es un violador compulsivo que cumplió una condena de nueve años en un centro siquiátrico. Acaba de salir. Toma contacto con un flaco que regentea algo así como un centro de reinserción para los que salen de lugares como los que él estuvo. Este muchacho se mueve para conseguirle un laburo. Logra meterlo en una fábrica, tipo una imprenta. Theo trabaja ahí lo más piola. Por ahora va todo bien. Mientras, combate con una fuerza que le habita adentro: el indómito deseo de violar y matar mujeres.

2.
Theo  organiza su vida: vive en esa pensión para “recuperados”, se hace amigo del coordinador y va con él a un gimnasio de artes marciales y labura en la imprenta.

Busca conocer chicas huyendo de su ser violador. Es difícil. Lo vemos algunas veces rechazado, tranqui, sin reacciones raras, pero en otras cuando espera un tren, va a un negocio, o anda por la calle, asoma esa fuerza que busca repeler. Una inercia que desprecia pero que está ahí. La historia de Theo es la de alguien que quiere pero no puede, por que hay en él otro querer que puede más.

No hay un cuerpo que le cuesta deshacer el sentido que lo organiza por la angustia de quebrar el molde; no hay un devenir salvaje que busca romper con el yo impuesto; hay una multiplicidad de fragmentos donde súbitamente hay uno que subsume a todos los demás. Un sí mismo como un archipiélago de mosaicos difíciles de orquestar sumido en el pánico de ser lo que no quiere ser pero que casi siempre lo termina siendo.

Si todas las experiencias de Theo constatan una coherencia afectiva viscosa y precaria, se descalibra también su radar perceptivo y pensante licuando cualquier sentido hegemónico. Theo no es alguien organizado existencialmente bajo un determinado código que en su momento se hizo carne pero que hoy ya no lo conmueve; que sus palabras lo rozan pero ya no lo marcan.

Esta interpelado vorazmente por alfabetos distintos. Ese es su drama: mareado por constelaciones diversas va armándose de a poco un mapa para su existencia, con el peligro de caer y ser chupado por el impulso de violar y matar; una experiencia que en lo inmediato le da una energía y placer brutal pero que al mismo tiempo rechaza.

El proyecto político de Theo no se trata de sondear en su materia sensible en la búsqueda de puntos luminosos que expandir, sino en investigar las pronunciadas grietas de su cuerpo cubista configurando nuevos sentidos para su vida y tratando de apaciguar su ser violador que irrumpe como una amenaza para esos eventuales sentidos que busca trazar.

3.
Nattie es una chica de 27 años que vive y trabaja con el padre. Agobiada por esta relación decide largarse sola y armar su vida como pueda. Mientras se ocupa de estas cosas, irradia una fobia por los hombres; en Nattie  esta triturada cualquier creencia en el amor.
Un día en un supermercado Nattie necesita plata para hacer una compra que le mandaron a hacer de su nuevo laburo. Y ve a uno de los empelados de su padre en la imprenta que anda comprando por ahí. Se acerca y lo encara. Le pide un billete y éste le da. Ese empleado es Theo.

Colisionan dos economías libidinales muy diferentes: en Theo un deseo petrificado en la posesión frenética del cuerpo femenino; en Nattie una huida desesperada del frente masculino. Colisión que por sus componentes cualquiera postularía a priori que no encontrarían sinergia alguna o que provocaría un estallido. Pero no: se mezclan y se va dibujando una fórmula que descongela las fijaciones de cada uno y hace germinar nuevas condiciones de vida.

La escena en el gimnasio donde Theo y Nattie practican ejercicios de lucha, se pegan piñas uno y el otro y ella no golpea por odio y él no golpea para violar y matar, expone como se van enhebrado otras corrientes afectivas, se correen memorias extendidas y mutan coordenadas perceptivas entre ambos. En esta cocina existencial se pulen los nuevos hábitos de Theo y Nattie.

Tras idas y vueltas, Theo y Nattie se enamoran y viven juntos. En el balcón de su casa Nattie  le dice a Theo:

-     Theo, mírame. Te amo. Es tan agradable…
-     ¿Qué?
-     Mirarte… y ser capaz de decir esto. Ser capaz de oir mi voz cuando lo digo.

En esas palabras Nattie  expresa sus sentimientos por la Theo; en esas palabras se calcifican las costuras  de las corrientes afectivas y los recuerdos inmediatos que arman la pareja. Por eso necesita escucharlas. El lenguaje va soldando y expandiendo los nuevos cuerpos, no los limita en algún código que presupone una moral tabicando las infinitas búsquedas de lo sensorial.

4.
La relación entre Theo y Nattie se interrumpe de un golpazo. Theo anda por la calle y ve a Nattie en un bar con un par de compañeros de trabajo, tomando y riéndose -no le gusta nada-. A todo esto, sigue andando y se manda a seguir a una mujer. En un estacionamiento vacío y solitario, viola y masacra a la mina. El croquis existencial que Theo venía trazando como devenir del Theo que buscaba combatir, se evapora de un mazazo.

Tras el hecho, en un dialogo con Nattie , Theo le vocifera este puñado de palabras:

-     No sabes nada. ¡No sabes ni una maldita cosa!
-     Dejalo ya, por favor, dejalo…
-     Antes de llegar aquí estuve encerrado nueve años. Violé a tres mujeres. Primero las golpeé y luego me las cojí. Y metí a una desnuda en un horno caliente… Quería… quería que todo estuviera bien entre nosotros. Quería pararlo. Pero esta dentro de mí. Siempre… siempre. Y nunca va a parar. Ahora estoy seguro. ¿Me escuchaste? ¡Nunca va a parar!

Theo se escapa y se guarda. Nattie lo busca. Por un lado ella lo odia, pero por otro está enamorada y hay una fuerza que la empuja a indagar en todo esto que pasa.

Luego de una pesquisa larga y con algunos episodios brutales, Nattie lo encuentra a Theo en la playa, sentado sobre la arena. Theo se corta las venas; Nattie lo abraza y llora. En un plano vertical, vemos a Nattie de frente al mar sosteniendo a Theo, ahora un cadáver naciente.

De esta historia nació otra Nattie; aprendió a proyectarse por fuera del padre olvidando ser la nena mimada y se mandó a potenciar la vida que le ofrecía el recuerdo de Theo, pulverizando cualquier rol de víctima y llorona.

Theo cae derrotado por qué no puede vivir sin violar y matar, o mejor dicho, teme estar condenado a matar incluso a lo que ama. Su dilema: vivir en el recuerdo de una época dorada que ya no está y soportar lo insoportable, o dejar de vivir para aliviar la carga infernal que padece a costa de excluir la posibilidad de volver a vivir una existencia donde sus impulsos ya no lo gobiernen.

Theo decide matarse. Theo se suicida por no bancar más su búsqueda, por hartarse del mientras tanto.

Hablamos de un cansancio especial. No es el cansancio producto de las exigencias del laburo o el andar en la calle gestionando una batería de circunstancias que nos permitan seguir a flote. Tampoco es el agotamiento del estar harto de estar harto que nos empuja a revisar los fundamentos de nuestra existencia, desvalorizando lo que creíamos como absoluto. Es un cansancio que decanta de una lucha empantanada; buscamos rabiosamente pero no cambia el panorama. Descartado cualquier voluntarismo y trabados en nuestra coyuntura, la duración de la impotencia se estira y estira y cada vez más ahogados no encontramos aire.

5.
En Theo -como en Nattie también- hay una política basada en la memoria como campo de batalla. Porque si bien nuestra existencia contemporánea se configura al calor de la amnesia como epidemia social, también hay recuerdos que nos fijan brutalmente y nos modelan a rajatabla.

La memoria como territorio bélico, activa una lucha por destrabar formas enquistadas y olvidar costumbres reactivas; despejar esos fragmentos que nos definen detonando su insistencia en organizarnos. Y también hacer más presentes otros que andan más relegados; encender recuerdos de lo que fuimos, tratando de capturar y corporizar la estela de una explosión fugaz que permite creer en algo que podemos ser y que nos vitaliza.

Estos olvidos como destrucción de hábitos y estos esfuerzos por hacer presentes situaciones donde nos reencontramos con nuestra potencia política, son mutaciones profundas que experimentamos. Cambios de piel en diferentes sentidos; a veces más copados, otros más fuleros.

Se abre así otra expectativa con respecto al futuro. No hay para nosotros un final feliz ni trágico escrito de antemano. Murió la historia lineal. El componente utópico como intensidad afectiva, como gusto por la vida y necesidad de expandir nuestros deseos, son conquistas posibles, que pueden acontecer como no, y a su vez, esos campos de experiencia abiertos a empujones y codazos, duren más, duren menos, son siempre de una duración improbable.

El problema político que nos deja la ficción sobre Theo en relación a nuestros futuros, es la pregunta de cómo encarar la repetición de la derrota. Encajonados buscando salir y penduleando en una inercia donde las puntas para componer nuevos escenarios no aparecen, ¿cómo esperar sin esperanza? ¿Cómo tomar fuerza cuando no descansamos en la ilusión de que algo nos puede caer del cielo para darnos una mano? ¿Cómo no sucumbir ante el cansancio de una derrota que en su persistencia transforma en insoportable la vida?