lunes, 21 de septiembre de 2015

Juego y lenguaje

Una aproximación al concepto de Vendehumo




1-  Estrategia

Vender humo es estrategia pura. Se sabe lo que se hace; se sabe lo que se busca.  El vende humo no es el bipolar o el colgado: dice una cosa y hace otra pero no porque cambió de opinión o se olvidó; sabe desde un principio que no dice la verdad. Se vende humo por que según las malas lenguas, jugar no es bueno; nadie va a dar crédito a un jugador. Hasta muchos de ustedes los jugadores ven mal, por ejemplo, pedir plata para jugar (“los vicios se los banca uno”).

Los jugadores venden humo para dotarse de toda una serie de posibilidades que su rutina inmediata no se los brinda. Jugadores a los cuales le quedaron flacos los bolsillos este mes y tiene que salir a vender humo para conseguir recursos y seguir jugando; jugadores que tienen que rendir cuentas por los horarios en diversos ámbitos de su vida –su casa, un trabajo- y venden humo para estirar el tiempo; jugadores que necesitan aplazar la entrega de dinero adeudado a una persona de confianza que lo reclama–familiar, amigo, compañero de trabajo, vecino- o eventualmente de un grupo de prestamistas que lo vienen acosando, requiere vender humo; en algunos casos, donde ya el jugador no es de fiar, terciariza la venta de humo en otras personas que supuestamente están en condiciones de trasferir una dosis de confianza a los demás.

En conclusión: vender humo permite una capitalización de la potencia del jugador en recursos económicos, tiempo; bancar las condiciones de acceso y permanencia al bingo; por último, una fuga para delante de situaciones complicadas.


 2-  El signo como entidad humeante

¿Qué significa que la palabra sea humeante? Que se habla de algo que no existe. No hay correspondencia entre lo que se dice y lo que pasa. El humo no existe: es algo que está ahí, se ve, pero si te acercás y lo tocás un poco, se esfuma. Pura forma, nada de contenido.

En verdad, no es que no exista, porque si no, no convencería a nadie. Algo es. ¿Qué es? En primer lugar, puede que el humo tome elementos de la realidad, pero exagerados y distribuidos astutamente (cuando digo realidad, hablo de la consonancia entre el conjunto de casilleros perceptivos y las cosas que se adaptan a ellos ya previamente etiquetadas performativamente por los mismos).

Pero apunto a otra cosa. Cuando decimos humo hablamos de la potencia de las palabras. La hibridez del humo es la capacidad creadora de la lengua puesto en acción. La palabra no es solo estado sino proceso que hace nuevas formas. Desde la rutina concreta del jugador, gracias al accionar humeante de las palabras, se desplaza su existencia hacia otra coyuntura.

Una última cuestión: la relación que entabla el vende humo con la tecnología. La tecnología permite desligar la relación en vivo, de un territorio compartido cara a cara, reemplazándolo por un terreno virtual. ¿Quién sabe si lo que expone el montaje es lo que da cuenta ser? Me comentaba un laburante de un bingo que con los compañeros de la caja se reían de cómo había gente que llamaba a la casa por teléfono y decía que estaba complicado con el tránsito, de que le habían robado y estaba en retrasado en la comisaria, que había quedado en medio de un accidente y estaba ayudando… Esta multiplicación de la presencia y lo incomprobable de su enunciado, beneficia la estrategia humeante. No hay dudas. Pero todo expresa sus límites: exceptuando el timbre de la voz en un llamado, la redacción de un mensaje, el vende humo pierde la referencia de la gestualidad de sui interlocutor, nublando la chance de saber cómo se recibe su creación: si es creída o no, si hay que ajustar alguna pieza de su humeante discurso o dejar todo tal cual… 

El acto de vender humo deja en evidencia que el lenguaje es un medio para fabricar sentido en el marco de una estrategia. Se desborda cualquier dualismo o centralidad totalizante que proyecte valoraciones linealmente; sentimientos o ideas, presencia virtual o real, formato lingüístico o imaginal; todo es parte del mismo continente: vender humo.


 3-  Los dotes del vende humo

La eficacia de la palabra no depende de ella misma exclusivamente. Vender humo necesita de ciertos dotes. Acá van algunos…

Carisma y seducción. El vende humo es simpatía pura. Gran facilidad para llamar la atención e ir tejiendo una buena onda que le permita caer bien. Si cae bien, la repercusión de sus palabras ganan en su valor de veracidad.

Ser astuto. Saber que piensa el otro y por donde hay que entrarle; entender qué decir en el momento justo y dar un golpe si es necesario pero sin exagerar; estar atento al mínimo pliegue de una arruga y todo aquello que pueda indicar la más mínima desconfianza. El vende humo: un maestro en la traducción anímica de un rostro.

Imaginación. Vender humo requiere de una gran capacidad narrativa. El concepto maradoniano de “Tocuen” -cuento- viene en cuestión. Crear personajes, tramas, desenlaces de una historia, no es nada fácil. Mucho menos replantear los términos de la historia ante bruscos cambios de panorama o lo irrupción de reproches inesperados.   

Audacia. No tener vergüenza –como muchas veces le achacan-. Ser lanzado y mandarse a tocar el timbre de un vecino, encarar a un jefe o amigos de la pareja… Seamos sinceros, son movidas que apichonan a cualquiera. Pero el ansia de jugar lo puede todo. Por eso, vender humo en muchas ocasiones expresa un coraje casi heroico, un triunfo contra las inhibiciones de la culpa provocadas por la coerción social.

Los dotes del vende humo hacen al juego; al vender humo, ya se juega. Enfrentarse a obstáculos, imaginar posibles fantasías, tonos de voz y gestos, quienes serán las víctimas de turno, victimas factibles de convencer… Ya hay todo un mundo de sensaciones y habilidades puestas en marcha que es imposible que la pensemos por fuera del acto de jugar. Para el jugador vicioso, donde ser vende humo se transforma en una máscara indispensable, toda la ciudad se trasforma en un bingo. El bingo para el vicioso es una sala dentro de ese gran casino que es ahora todo su mundo.


 4-  Intercambio y reglas de eficacia

Las palabras humeantes expresan un valor. Mejor dicho, un doble valor: por un lado son pura potencia, cosas con las cuales se hacen otras cosas –capitalizarse en tiempo, billetes-. Por otro lado, las palabras valen si son confiables. Si no son de fiar no sirven porque no permiten que fluya su otro valor: crear nuevas dimensiones prácticas.

Explotar la potencia productiva y la confianza de las palabras es multiplicar otros capitales del jugador. Esta explotación se da en el marco de un intercambio. Intercambio que arma sus posiciones y sus tasas de beneficio correspondientes en el marco de la arena social. Cada persona que vende humo ocupa una trinchera en la lucha de clases, géneros, y generaciones. Sus estrategias debemos valorarlas y entenderlas en este contexto. Sabemos que  para el vende humo el otro es un medio para conseguir lo que necesita, indiferente por su devenir mientras él consiga lo que busca. Indiferencia que se juega en dos planos. El primero: un extractivismo que esconde los términos del pacto; la guita nunca va a volver y se usa para jugar. El segundo: un desplazamiento de un agobio producto de una relación opresiva; el caso de muchas mujeres adultas sin dinero y/o tiempos que deben marcar tarjeta con sus parejas. No quedan dudas: toda venta de humo se juega valorativamente en clave estratégica, irradiando diferentes sentidos según corresponda.

Vender humo es una práctica que se rige por reglas de eficacia muy claras. La palabra como humo es un capital donde su valor radica en que multiplica otros capitales; que no merme su valor como creencia se torna un objetivo imprescindible.

Algunas leyes rigen los principios de la estrategia humeante.

Serán más bajas sus posibilidades de éxito cuanto menos creíble suene y cuando su situación sea más complicada y más sacrificios se demande al que se busca engatusar. Será más favorecido en cambio cuando su confianza esté en alza y el escenario lo beneficie y no perjudique tanto a quien es demandado.

El vende humo debe luchar contra las exceptivas de los demás, muchas de ellas estereotipadas. No es lo mismo un flaco que laburó todo el día en un taller que se manda a jugar con las manos y la ropa llena de aceite, que un médico; no es lo mismo una mujer grande con aires de señora, que una con pinta de gato. Básicamente cuando se busca vender humo a personas que no forman parte de los anillos de conocimiento cotidiano, esta lucha contra las clasificaciones establecidas es un punto a considerar sobre el capital de confianza que posee cada uno.

Pero las estrategias del vende humo son tan plásticas que son capaces de traficar como positivo un prejuicio negativo. Una mujer bien puesta que se presenta en un kiosco llorando porque le robaron y no tiene plata para pagarse un remís, o que va a tocarle el timbre a un vecino para pedir por un remedio carísimo que es imprescindible para su hijo, aprovecha su imagen y la explota hábilmente. Ante la representación de que una mujer es buena y honesta, la jugadora se aprovecha de esa confianza y la traduce en dinero para jugar o volverse a su casa después del bingo porque efectivamente se quedo sin nada y puso todo en las máquinas.

La creencia en las palabras se expresa en intereses: si es baja más esfuerzas tendrá que hace el vende humo, y si es alta, menos intensidad tendrá que ponerle. De ahí que el humo exprese una densidad; en algunos casos la mentira es más gruesa, en otros no tanta; en algunas casos se necesita tirar con todo y golpear fuerte la sensibilidad del posible comprador ante su evidente indiferencia, como en otras situaciones, se confía ciegamente. El vende humo sabe cómo moverse: es un artista inspirado, un artesano de mitologías; pero también es un cirujano, un mariscal de la palabra.

Además de los vaivenes de la confianza y cómo el vende humo retuerce su imagen pública en diferentes coyunturas, es importante considerar qué tipo de sacrificios pide el jugador humeante; podrá haber mucha confianza de antemano, pero si se pide en cantidad difícil que se lo den. La magnitud del monto luckeado es una variable fundamental. A un vendehumo capaz que ya nadie le cree, su humo ya no es vendible, pero le tiran una limosna. Se sabe que la moneda que pide no es para la que dice, ya varios lo junan, pero igual se la dan –para sacarse un denso de encima o por que le tienen lástima-. Pero al momento que se manguee demasiado, difícil que se le suelte chirola alguna.


5-  Fantasmas: entre la potencia y el estado
Al vender humo somos nuestra obra. Y cuanto más ocupe un lugar central en nuestra existencia el acto de vender humo, más todavía nuestra vida será nuestra obra. Vender humo: un acto de pura autoreflexibidad. Cálculo de qué somos y qué necesitamos, cómo nos mostramos e interpelamos a los demás. Hay una distancia donde el vende humo sabe que lo que dice no es cierto. Requiere de múltiples memorias para recordar qué dijo en qué momento, a quien, por qué motivo, que prometió… El recuerdo es un gran barullo si no se sabe ordenar. Clasificación que es bastante cansadora por cierto. A propósito, se abre una pregunta ¿Habrá veces que nos vendemos humo a nosotros mismos? ¿Hasta qué punto estos mundos imaginarios que abrimos no nos terminamos creyendo que somos eso que decimos que somos?

Pero además de la mentira como falsificación hay algo más importante que les pido tengamos en cuenta: no podemos naturalizar las condiciones de emergencia del vender humo. Quiero decir que no alcanza con saber que lo que decimos no es cierto, sino que las propias condiciones de veracidad de lo que expresamos y hacemos ya de por si se edifican en una ficción.  La crítica del vende humo no radica en soplar la espuma de sus palabras para que surja la verdad de lo que somos. Mas allá de que nos envuelva o no el humo que vendemos, nuestra constitución como deseo y devenir desbordan ser vendedores de humo. Vender humo es una forma de ser y estar en las ciudades que según la hipótesis que sostenemos en estas líneas, hoy se torna indispensable. Una forma que fue constituida y que puede desaparecer si mutan sus condiciones de posibilidad.

Se abre una paradoja: más encerrado en la ficción de ser un vende humo, más se petrifica en el estado en el cual nos fijamos actualmente. La situación extrema de lo que les comento es una persona carcomida por el vicio de jugar y que hace del acto de vender humo un dispositivo central de su vida. Vender humo como estrategia queda por fuera de toda moral, en especial en una situación de vicio. Se devora lo que sea, no importa nada. Pero hay un mandamiento que queda en pie a rajatabla, imposible transgredir: jugar. Convertido en una aspiradora de recursos y buscando sostener un mundo ficticio cada vez más evidente, ya nadie les cree. Explota lealtades y confianzas de relaciones cercanas, sea familiares, amistosas, laborales. Detona relaciones en mil pedazos, implosiona todo. Su palabra pierde todo valor. Y una persona a la cual no se le puede dar ningún valor a lo que dice, es un paria. Al evaporarse la confianza, ya nadie le da ninguna entidad. Alguien arrojado a la descreencia total se trasforma en un fantasma. Ser fantasma es un estado de latencia, puro proyecto que no se proyecta en multiplicidad de vida sino en un estado fijo, de jugador, lo que casualmente lo hace fantasma. Es pero no es. Una presencia sin ser.

Este estado fantasmático es una potencia encerrada en lo mismo. En lo mismo es una aspiradora de dinero y fijación en una autogestión frenética donde el jugador es jugador y nada más. Todas sus actividades vitales se encolumnan tras el acto de jugar. Pero es potencia. La fuerza de armar mediante la palabra humeante mundos ficticios rozando el delirio total, es una intensidad imposible de desconocer. Desde esta ambivalencia me pregunto por una liberación de esta potencia de su encierro en lo dado y por el desafío de armar otras experiencias: ¿Cómo liberar la energía humeante de la petrificación que la orienta una y otra vez al mismo lugar? Preguntas importantes porque pensar cómo opera la venta de humo en el juego nos permite obtener una radiografía que excede ese ámbito. Hoy por hoy, sin venta de humo, no hay economía ni vida urbana posible.




miércoles, 2 de septiembre de 2015

Salvarse

Algunas hipótesis sobre la guita, el laburo, y las utopías



Salvarse. Una palabra típica en nuestro léxico urbano. ¿Qué quiere decir salvarse? Salvarse es dar un golpe; algo que cae del cielo y no esperábamos. Salvarse es hacerla bien: abrazarse fuerte al acontecimiento y aprovechar el momento para dar con una buena moneda y pasarla bien. El estar bien es huir de obligaciones, responsabilidades-garrón, y permitir un gasto de bacán: autos, pilcha, casas, tecnología, viajes zarpados y giras suculentas… Salvarse, hacerla bien, estar bien: conceptos de una nueva teología contemporánea. Salvarse como una redención terrenal: aquí y ahora damos con el premio.

El que se salva es para toda la vida –y capaz que hasta a sus hijos y a sus nietos también les llega el derrame. O por un rato nomás; por eso hay que disfrutar del banquete ahora, a full, porque nadie sabe que depara lo que vendrá (la gira sea corta o larga, no deja de ser gira).

El que se salva la hace bien. Hacerla bien es aprovechar la pura suerte; estar en el lugar adecuado en el momento propicio. Pero también sabemos que para salvarse hay planificación. Sí, hay una carrera para salvarse. Andrea Rincón abandonada de pibita por la madre, se va de su casa por barullos jodidos con el viejo. Tirada por ahí, sueña con salvarse:

En cuanto a sus comienzos mostrando el cuerpo, Rincón reconoció que se inspiró en Wanda Nara: "En una de las tantas peleas que tuve con mi viejo me fui a vivir a una pensión. La pasaba como el culo. No tenía guita: para comer, revolvía los tachos de McDonald's. Un día la veo a Wanda Nara en la tele, que llega a una fábrica a hacer un strip tease para los empleados. Los negros gritaban… Estaban como locos. Y yo pensaba: '¡Qué patética es esta mina!'. Pero cuando sale de la fábrica sube a un Mini Cooper y dice: '¡Ahora les voy a mostrar mi casa!'. Y muestra un tremendo piso. Ahí me di cuenta de que tan tonta no era. Me fui a la pensión, me puse en pelotas y me miré al espejo: 'Yo soy más linda y más inteligente que esa mina'. Pero yo tenía una bicicleta playera y vivía en una pensión, mientras que ella andaba en un Mini Cooper". "Algunos se ponen un negocio, en cambio yo me pongo un cu… Ese va a ser mi kiosquito. ¡Y me voy a llenar de plata!"

      Atender estos kioscos es cada vez más común. En una escuela donde laburo en la sala de profesores hay un recorte de la revista Pronto con la foto de una ex alumna con poca ropa y en pose. “De acá no van a salir médicos, pero lo menos tenemos esto”, tira la profe.

Ni hablar que hablamos de carreras-embudos: muchos arrancan y poquitos llegan. ¿Qué hacer si se cae en el camino? Interrumpida la utopía de salvarse ¿cómo zafarla? Hay una figura que es prima del salvarse. El estar tranqui.  No se salvo pero está conforme. Se desplazó del casillero de mulo donde estaba; ahora está mejor… tranqui. Una forma de escalar en la pirámide del ascenso social: no golpea las puertas del cielo pero ganó en umbrales de tranquilidad. No es poco.

Pibes y pibas se meten a carreras donde la van a zafar. Al voleo, se me ocurren dos: docentes y policías. Permanencia, un sueldo más o menos digno, pocas horas… No se van a salvar pero tampoco van a estar tirados, ni muleando peor que otros, y menos todavía plegándose a otros laburos que darán buen billete pero son percibidos como peligrosos… Pregunta: ¿Qué pasa pos-ingreso a estos laburos con el correr del tiempo? ¿Cómo repercute la constatación de que no son tan copados como pintaban? ¿Cómo se elabora esa nausea?

El trabajo que implica aprovechar el evento que nos permite salvarnos muchas veces es medio garrón. Ausente de vocación, como sea, hay que salvarse (“vos engánchalo, el amor viene solo”, reza el consejo preferido de las botineras). Otros trabajos son vocación y al mismo tiempo nos salvan: futbolista, getona mediática.

Se nos hace necesario diferenciar entre el mulo y el soldado. Mulo es el que el carga con el peso del displacer de un deber sentido como obligado. Otra no queda, relincha por lo bajo. El soldado le pone huevo a una causa que le infla el pecho de sentido. Se banca todo por un sueño: salvarse. Y cuando se llega se pone más que nunca para aferrarse. El cálculo es muy simple: es ahora o nunca. No se sabe cuándo termina. Hay que meterle. ¿Quien dijo que no hay más cultura del esfuerzo?

Sumemos algo: durante un tiempo yirando perdidos, desorientados, sin saber para donde arrancar, el miedo de retornar a ese contexto empuja a soportar lo que sea con tal de aprovechar el viento de cola… Incluso la ética del salvarse es indiferente a transgredir o no la ley. No importa pasar de largo la barrera de la ley con tal de salvarse. Lo cual no implica ser un gil y que se diluya cualquier cálculo. No ser cabezón, hacerla bien, es una invitación a no ser desprolijo y caer bien parado.

Salvarse es consumismo al palo, hedonismo salvaje. Salvarse es una proyección del ego hasta las multitudes más extensas vía múltiples pantallas.  Salvarse también es robar tiempo a las tareas que nos permiten amasar un billete en la ciudad. Y en este modo bancamos el salvarse. Salvarse –al menos por un rato- nos permite ganar en tiempo libre. Le soplamos una dosis de temporalidad al laburo y lo reconducimos en términos de nuestra propia duración como seres. ¿Cómo aprovechar ese momento? ¿Qué se despliega en ese hueco que abrimos? ¿Con qué preguntas sobre nuestras condiciones de existencia poblamos ese rato conquistado? Sin la quemazón de cabeza, cargados de chirolas en el bolsillo, salvarse para nosotros no es una meta como idea de felicidad, sino un escenario que nos potencia dándonos una bocanada de tiempo para recrearnos.